Leonardo Varela Cabral
Cuando uno arriba por primera vez a estos parajes siente algo parecido a lo que deben haber experimentado todos los que nos antecedieron; no sólo conquistadores como Cortés y sus soldados, ni los evangelizadores jesuitas, franciscanos o dominicos encabezados por Salvatierra; ni esos múltiples cronistas que en fecha más reciente se han aproximado a California, como –por sólo citar dos nombres– Fernando Jordán y Harry Crosby; sino también lo que vivieron sus primigenios habitantes, llegados desde un remoto sur o un gélido norte (o quizá de ambos rumbos, en múltiples oleadas, en flujos y reflujos): frente al estupor, la necesidad de entender una realidad distante y distinta, el enfrentamiento con un mundo nuevo que existió mucho antes –y ya era “novedoso”– milenios atrás de aquel día cuando los europeos acuñaron, refiriéndose a América, la expresión “Nuevo Mundo”, o Shakespeare afirmara, partiendo de las mismas referencias, en algún verso de La Tempestad: ¡Oh, maravilla! ¡Oh valiente mundo nuevo!
California ha sido desde que se le conoce un mundo nuevo continuamente descubierto, reiteradamente descrito, distinto a otras regiones del orbe y a la vez con puntos en común que la enlazan a muchas de ellas (los grandes espacios, el océano, los calores y las sierras), sin que ninguno de sus rasgos particulares permita que la suma de todos la haga suficientemente parecida a cualquier otro lugar del planeta. Curiosa y tal vez afortunadamente, la novedad de California se mantiene intacta hasta hoy, a pesar de los siglos y el pasar de la historia, sin que nos cansemos de “descubrirla” ni describirla. No obstante, todo aquel que llega o regresa a sus territorios desea siempre saber algo más acerca de su historia, aproximarse aunque sea tentativa y provisionalmente a una narración inteligible de los hechos que han ido dando forma a tan peculiar escenario, donde se desarrollan no menos peculiares formas de vida y se cultivan especiales paisajes, ambientes, sensibilidades.
Cuando, hace ya un cuarto de siglo, llegué a California, me enfrenté con preguntas seguramente muy parecidas a las que se formularon todos los que habían arribado antes que yo: ¿Quiénes eran y cómo vivían sus pobladores más antiguos? ¿Cómo se fueron adaptando para habitarla distintos grupos humanos y de qué manera se desplazaron a través de los años a lo largo de su tierra? ¿De qué manera se conformó esta realidad cultural diversa, compleja y al mismo tiempo aparente y pasmosamente sencilla? Durante todo este tiempo he buscado respuestas –nunca suficientes, pero siempre alumbradoras– ante esas viejas inquietudes, y especialmente he descubierto que cada pregunta remite a nuevos e insospechados cuestionamientos que quizás nadie, nunca, responderá: ¿Qué significan las pinturas rupestres de la Sierra Central de la Baja California? ¿Cuáles fueron las vivencias inexpresadas o inexpresables que alimentaron la memoria escrita por los evangelizadores? ¿Además del clima y algunas otras obviedades, existe un motivo profundo y quizás misterioso para el fracaso de Cortés y subsiguientes colonizadores desde la época de la Conquista hasta nuestros días? Y sobre todo, la inevitable gran pregunta: ¿Por qué California nos fascina y repele, abraza, hiere, ama y hostiga con tanta asiduidad? Es decir: ¿Qué de ella ha obsesionado y obsesiona a casi todos quienes en ella se (re)conocen?
He leído, más con ojos de literato que de historiador, múltiples textos, y me he enfrentado con la necesidad de compartir estas lecturas o al menos algunas de ellas con un lector imaginario: mi lector ideal no es un especialista sino un apasionado de la California, como lo fue (antes que especialistas), el propio Jordán; como lo es Crosby y como fue Ignacio del Río. Intento visualizar ese libro que buscaría el visitante interesado en avivar ciertas imágenes de nuestra historia, acercarse a un grado razonable de comprensión de lo aparentemente incomprensible, pero especialmente encender la flama de viejas experiencias que iluminan (e iluminaron) el deseo de formar parte del pasado, presente y futuro de la península, donde se funden y se fundan hechos reales (la expoliación, el desarraigo, las migraciones) con otros, múltiples, que son un tanto irreales (sagas magníficas, heroicas, míticas, místicas, nostálgicas y religiosas.) No soy ingenuo ni soberbio. Sé que ya existen estos libros y que varios de ellos resultan genuinamente imprescindibles (elijo El otro México, de Fernando Jordán y A la diestra mano de las Indias, de Ignacio del Río, entre muchos), pero razono que resulta difícil para un lego, a mi propia imagen y semejanza, hacerse de todos y cada uno de estos textos, así que acudo en busca de cuatro y sólo cuatro voces fundacionales, que como puntos cardinales figuran en este libro, fincando un discurso del asombro con el cual me identifico porque invita a polemizar: son las palabras de los misioneros jesuitas que acudieron a la evangelización de los indígenas en la península californiana durante el siglo XVIII, en una época que habrá de nombrar “tardía” de la Conquista, si lo vemos desde la perspectiva de otras regiones de la Nueva España.
La “europeización” de la California inicia en el siglo XVI, con la llegada del infortunado piloto Fortún Jiménez de Bertandoña y luego el célebre conquistador Hernán Cortés al ahora puerto de La Paz. Ninguno de estos dos desembarcos iniciales arraigaría. No será realmente sino hasta la llegada de los jesuitas, por la zona meridional de Loreto y como producto de una iniciativa compartida e impulsada conjuntamente por los reverendos Juan María de Salvatierra y Eusebio Francisco Kino, que se empezarían a fundar asentamientos permanentes y provocarse una verdadera transformación cultural. Sólo a partir de estos hechos, acaecidos a fines del siglo XVII o principios del XVIII, la presencia europea en California dejó de ser una anécdota para traducirse en hondas e irreversibles transformaciones.
Cierto es que al igual que muchas otras metamorfosis históricas, la de esta zona del planeta está teñida de sangre. La desaparición –que no es lo mismo que exterminio– de la población indígena fue un efecto ocasionado durante esta evangelización. Aun así, resulta imposible no aquilatar el legado histórico de los misioneros, que por muchos motivos, incluyendo precisamente quizás estas heridas abiertas, aún latentes, irriga y alimenta nuestra vida cotidiana: todos esos lenguajes, memorias, manifestaciones del arte y la cultura, estructuras profundas del hacer, el quehacer y el pensamiento que nos (y los) ligan a esta tierra. Cierto es que este libro se circunscribe sólo a una etapa de nuestra historia, mas me parece que esta época es ciertamente crucial para entender nuestro pasado, presente y tal vez el futuro. Por otro lado, como todas las grandes épicas, esta etapa resulta al mismo tiempo fascinante y terrible, pues está hecha de heroísmo y miserias, grandes logros y hondos abismos; teñida de aventuras y resumida al mismo tiempo en pequeños gestos cotidianos que niegan o hasta ponen en duda el sentido mismo –si lo tuviere– de la historia.
Además, el presente libro se circunscribe a sólo un periodo (el más intenso, sin duda) de los contactos humanos entre europeos y nativos, el cual es relatado por apenas cuatro voces. Pero en este cuadrivio se cifra un extenso mundo y lenguajes nuevos, donde están inscritos muchos otros discursos: primero, el de los nativos, quienes no pudieron legarnos más testimonio que algunos grandes enigmas y las distorsionadas descripciones que de ellos hacen sus evangelizadores; segundo, el de los propios misioneros, que experimentan deslumbramientos, el choque de sus convicciones y dogmas con una realidad imprevista, el impulso de conocer y penetrar en lo desconocido, al mismo tiempo que una profunda incapacidad para comprender una realidad alterna, revelándonos la esencia contradictoria de su empresa: la expansión de un modelo utópico de sociedad concebida a la relativamente “moderna” luz de la Contrarreforma, y el designio de realizarlo por medios que mucho tienen de medievales.
En tercer lugar, están las voces de quienes hemos atestiguado los vestigios aún existentes de esa época (las misiones, pero también sus paisajes, los oasis, los objetos rituales, las formas de ser y sentir dispersas a lo largo de una estrecha franja de tierra casi insular). Digo esto porque los actuales habitantes urbanos de California somos herederos de esta épica y esa época, sin quererlo; pero más que nosotros, en ella viven insertos todavía los rancheros cada vez menos numerosos y más aculturados de la Antigua California. Son ellos quienes realmente mantienen viva, aunque parezca milagroso, una cultura tricentenaria traída por los evangelizadores, a quienes sus antepasados sirvieron y con quienes colaboraron en tal empresa, dejando huellas que han quedado inscritas en cada piedra del llamado Camino de las Misiones; a su vez puesto sobre las rutas ancestrales de mil trayectos recorridos por innumerables generaciones de nómadas acostumbrados a descubrir y renombrar, habitar y despoblar infinidad de ritos y sitios: signos y designios que el tiempo ha preservado, pues la memoria los testifica como lugares de encuentro y desencuentro.
Es muy posible que seleccionar y comentar algunos de los pasajes memorables de la crónica jesuítica contribuya a desempolvar estos caminos y despertar en los lectores el interés por adentrarse en los misterios de California. En todo caso, cualquier aproximación al conocimiento de los procesos históricos que han dado forma a la sociedad actual del noroeste de México no puede dejar de lado el papel central que jugaron estos misioneros como actores y testigos de su época, en la cual un viejo orden se derrumba para dar vida al nuevo, y del Barroco al Neoclásico, de la Contrarreforma a la Modernidad, se edificaron los cimientos de nuestro mundo contemporáneo.